miércoles, 2 de enero de 2008

III

Todo estaba tan oscuro como las calles que nadie visita, esas donde sólo llega la niebla. Adaptados a los resquicios del muro estaban Ella y su piano. No había viento, pero su pelo se movía provocándole escalofríos. De repente sintió algo punzante en la rodilla, un dolor abrasador que sólo podía significar una cosa: estaba llorando.
Recordó entonces que no estaba en Viena, que no había nieve y que todo había sido un sueño, como el calor del cuerpo que la abrazaba. Seguía sola con su piano, la absenta, el azúcar y el láudano. Y perdida en un rincón de sus pensamientos, escondiéndose de otros, virtió una onza de absenta, colocó el terrón en la cuchara que Él le había escondido en la almohada, y agregó tres gotas de láudano al terrón antes de derretirlo con sus lágrimas, que se volvían de un color oscuro al contacto con la droga líquida.
Cuando se hizo louché 3:1, procedió como de costumbre: mojó un dedo en la copa y dejó caer la primera gota en su labio inferior, la segunda en su cuello, y finalmente, probó "Absynthe au Violet". Amarga, como de costumbre, pues cuando se hace con lágrimas en vez de con agua fría no puede estar de otra manera, la tomó en pequeños sorbos, mal, como no debe hacerse, como lo había hecho todo siempre.
Cerró los ojos y recorrió sus pensamientos, esta vez con un escudo hecho de láudano y alucinógeno verdoso, y volvió a ver cómo hacía mucho tiempo desterró a la felicidad de su vida, para luego pasarse el resto de su existencia en una perpetua expedición para recuperarla, visitando paraísos e infiernos en los que no cabían todos sus errores.
Después de recordarse a sí misma dónde estaba y por qué, desprendió una lágrima gris que vino seguida de otra más, y ésta de otra, y así brotaron y cayeron al suelo, sonando como piedras que caen sobre una caja hueca. Ya tenía diapasón.
Apretó los dientes, se puso de pie sin saberlo y se sentó al piano, temerosa, como si no lo hubiera tocado nunca. Su dedo índice robó un Mi, y los demás se atrevieron a seguir. Ella cerró sus ojos y dejó que sus manos le hicieran olvidar.
Y tocó, tocó todo el día, y luego toda la noche, paseando por su interior levitando sobre un acorde de dolor. Tocó hasta que no hizo falta tocar más, hasta que su música gris paseaba a placer por todo su cuerpo... Ese cuerpo inconsciente que yacía ahora en el asfalto, bajo la lluvia.